jueves, 28 de abril de 2011

Sobre Rojas y otras cosas ...

Cuando en Chile un poeta se enferma o muere, todo el país debiera llorar. A pesar de que éstos no son tiempos propicios para la gratuidad en cualquiera de sus formas, a largo plazo lo que nos sobrevivirá será la gran poesía chilena, nuestro suelo firme, nuestra forma de ser más auténtica. En Chile no tenemos (como otros países de América) ruinas que mostrar, pero nuestros grandes poemas son nuestras pirámides, nuestros templos.

Si un extranjero me preguntara qué es lo que esencialmente define a Chile, le diría sin dudar un segundo que nuestra poesía. Claro que después le daría a probar nuestros vinos, pero primero lo embriagaría con las mejores cepas de nuestras cavas de la palabra. Sin nuestros poetas, seríamos un erial, un pantano. ¡Si hasta el creador de nuestro Código Civil -el que nos ordena y vertebra- fue Andrés Bello, un poeta! Es que la poesía es nuestra ley, y de alta pureza. Es cierto, muy pocos leen a nuestros poetas, sus libros se rematan en librerías de viejo a 500 pesos, son "unos muertos de hambre", como me dijo alguna vez alguien sobre Jorge Teillier, el poeta de Lautaro muerto hace décadas. "¿A quién le ha ganado este?" -me preguntó-. Debiera haberle dicho: Le ha ganado a la nada, al silencio, al vacío, porque los poetas dan las batallas más difíciles, heroicas y silenciosas de todas. Ellos son los que saltan, los que abren los surcos en la tierra y en el aire. Pero se ha matado a la poesía enseñándola mal, haciéndola tediosa y críptica. Agréguesele a esto nuestro síndrome nacional: el pago de Chile.

Si leyéramos más y mejor a nuestros poetas, seríamos un mejor país, de eso estoy seguro. Un país de gente más sensible, más creativa, más sabia y con los sentidos más aguzados y afinados para ver, sentir y habitar el paisaje extremo que nos tocó vivir. El misterio que es este extraño país que enamora y expulsa a la vez.

Hoy, en tiempos en que el lenguaje ha llegado a su nivel más bajo, al garabateo desatado, al balbuceo vago e impreciso, a la desintegración, la poesía es la gran reserva que tenemos para reencontrarnos con las palabras y, a través de ellas, con las cosas, el mundo y nosotros mismos. El país de los peores hispanohablantes es el de los mejores poetas en esa lengua.

Si un poeta muere en Chile, es como si nos arrancaran un brazo, un pie, una mano, unos ojos, unos oídos para escuchar el mundo por primera vez. Nadie ha llegado tan lejos y tan alto en grandeza, en ningún ámbito como país, como lo hicieron Huidobro con su "Altazor", Neruda con su "Residencia en la Tierra", Gabriela Mistral con su "Tala", Parra con sus "Antipoemas", Rojas con su "Miseria del hombre", Anguita con su "Venus en el pudridero", Lihn con su "Pieza oscura", Barquero con su "Pan del hombre", Uribe con su "Te amo y te odio", y que no se me quede en el tintero la gran Violeta Parra, con sus "Décimas". Y hay cientos de poetas más, tantos que tal vez no conozcas, lector, pero que debieras conocer de memoria si aspiras a conocerte a ti mismo y entender de verdad dónde estás parado. En poesía se nos da lo bueno, bonito y barato, como a los griegos se les daban juntos el bien, la verdad y la belleza.

Reconozco que estoy escribiendo esta columna con pena y rabia, sentimientos que tienden muchas veces a mezclarse. Pena, porque hoy enterramos a Gonzalo Rojas. Rabia, porque me indigna que no se cuide a los que a estas alturas han hecho mejor su pega, con oficio, con excelencia, con dignidad, con altura: los poetas. A ellos no se les caen los puentes: ellos son nuestros puentes en el aire.

El poeta Gonzalo Rojas ha muerto y por eso me pongo de pie. La patria está en peligro, anegada en tontería y farándula, devoción al poder y la plata. Endeudados hasta el cuello, pero en deuda con nuestra alma. Nos estamos acostumbrando a alimentarnos no de lo esencial, sino de sobras. Por eso, ¡despierta, Chile dormido, tú que desprecias cuanto ignoras!

Columna de Cristián Warnken / Me pongo de pie

lunes, 25 de abril de 2011

Perdí mi juventud en los burdeles

Perdí mi juventud en los burdeles
pero no te he perdido
ni un instante, mi bestia,
máquina del placer, mi pobre novia
reventada en el baile.


Me acostaba contigo,
mordía tus pezones furibundo,
me ahogaba en tu perfume cada noche,
y al alba te miraba
dormida en la marea de la alcoba,
dura como una roca en la tormenta.


Pasábamos por ti como las olas
todos los que te amábamos. Dormíamos
con tu cuerpo sagrado.
Salíamos de ti paridos nuevamente
por el placer, al mundo.


Perdí mi juventud en los burdeles,
pero daría mi alma
por besarte a la luz de los espejos
de aquel salón, sepulcro de la carne,
el cigarro y el vino.


Allí, bella entre todas,
reinabas para mí sobre las nubes
de la miseria.


A torrentes tus ojos despedían
rayos verdes y azules. A torrentes
tu corazón salía hasta tus labios,
latía largamente por tu cuerpo,
por tus piernas hermosas
y goteaba en el pozo de tu boca profunda.


Después de la taberna,
a tientas por la escala,
maldiciendo la luz del nuevo día,
demonio a los veinte años,
entré al salón esa mañana negra.


Y se me heló la sangre al verte muda,
rodeada por las otras,
mudos los instrumentos y las sillas,
y la alfombra de felpa, y los espejos
copiaban en vano tu hermosura.


Un coro de rameras te velaba
de rodillas, oh hermosa
llama de mi placer, y hasta diez velas
honraban con su llanto el sacrificio,
y allí donde bailaste
desnuda para mí, todo era olor
a muerte.


No he podido saciarme nunca en nadie,
porque yo iba subiendo, devorado
por el deseo oscuro de tu cuerpo
cuando te hallé acostada boca arriba,
y me dejaste frío en lo caliente,
y te perdí, y no pude
nacer de ti otra vez, y ya no pude
sino bajar terriblemente solo
a buscar mi cabeza por el mundo.


Perdí mi juventud en los burdeles / Gonzalo Rojas

Hoy se ha ido un grande ...